martes, 14 de agosto de 2007

La memoria del paisaje

Yosemite Valley. Albert Bierstadt, 1868

El concepto patrimonio es un rasgo destacado de nuestra sociedad que, a través de él y gracias a la memoria, reconoce los vínculos que le unen con un mundo preexistente conocido. Este reconocimiento, de que una parte de nuestro entorno y nuestra cultura representan un legado valioso, forma parte de una actitud de calado en el pensamiento occidental. Una conciencia vinculada a la impresión de vivir en una época de cambios y transformaciones tan rápidas, que cuesta trabajo asimilar. Esto provoca una sensación de ruptura y discontinuidad con el pasado, que estimula ese deseo de mantener y conservar la memoria colectiva como referencia de la propia sociedad.

Desde la Revolución Industrial, la máquina se convirtió en el mito salvador a lo que todo se debía someter. Su superioridad técnica relegó la Naturaleza a ser un elemento ajeno al hombre, lo “otro” que se consideró necesario proteger, igual que los monumentos del pasado o los zoológicos. Se reservaron los territorios naturales más sobresalientes para convertirlos en parques o espacios protegidos.

Una protección de raíz ambientalista, que buscaba la preservación de zonas con una aparente componente natural muy marcada y una escasa presencia humana. Era raro que se valorasen como algo, ineludiblemente, antropizado por el hombre. Por ejemplo, el primer parque natural de la Tierra, el virginal Yosemite, declarado en 1864, no es más que el fruto de quemas hechas durante siglos por los indios ahwahneechee y, sin embargo, fue considerado por los colonos que lo descubrieron como el símbolo incorrupto de una Naturaleza que sólo se había conservado en Estados Unidos.

En 1961, Edward Lorenz descubre casualmente el famoso “efecto mariposa”. Un fenómeno que ejemplifica o sintetiza la noción de dependencia sensible de un sistema a determinadas condiciones iniciales. Este descubrimiento fue definitivo para consolidar la mala conciencia de la sociedad post-industrial, acentuó todavía más la sensibilidad ante los problemas de uso de la Naturaleza y ha provocado el aumento de la preservación ecológica de un medio que, psicológicamente, le es extraño a la propia sociedad. Esta actitud se debe, según Rafael Argullol, a que el hombre moderno ya no está familiarizado con la consideración de la Naturaleza como un todo en el que participa y al que pertenece.

Aparece el ecologismo como hijo de los ambientalistas del XIX y como una nueva forma de movimiento descentralizado, multiforme, articulado en red y omnipresente, con un planteamiento que intenta transformar la sociedad actuando sobre el papel de la ciencia y la tecnología, sobre el control del espacio y del tiempo y sobre la construcción de nuevas e inventadas identidades locales. La utilización política del ecologismo y una cierta deriva fundamentalista, han conducido a demonizar casi todas las acciones humanas sobre la Tierra. Ante esto, la respuesta del hombre ha sido realizar una especie de exorcismo contra su propio e inexorable papel de agente transformador de la costra terrestre, intentando maquillar sus propios productos. Como si las manufacturas humanas no fueran parte de la Naturaleza, igual que las barreras de coral o las presas de los castores.

Una estrategia de camuflaje que se nutre de motivaciones ecológicas o novedades técnicas, pero que no va más allá de ser una máscara sobrepuesta a intervenciones en las que, paradójicamente de manera consciente o inconsciente, se sigue ignorando la Naturaleza que se dice respetar, para construir un paisaje donde el hombre y sus obras son invisibles. Esta sobrevaloración de lo natural ha acabado desembocando en una especie de “frenesí eco-paisajístico”, que ha inducido movimientos masivos de la población para el disfrute y contemplación de determinados panoramas que muchos denominan: paisajes. Se va al encuentro de la Naturaleza y se es espectador de una obra producida por el propio hombre; porque el paisaje es un espejo de las relaciones que ha habido entre hombre y Naturaleza.


Grupo de gente al sol. Edward Hooper, 1960

El redescubrimiento del paisaje no sólo proviene de la ecología, sino también de otras disciplinas como la geografía, la antropología, la fenomenología, la historia, etc., pero no hay que olvidar que, en la cultura occidental, el concepto paisaje ha sido una invención de la pintura. Desde la aparición del término, éste ha adquirido múltiples significados y dimensiones. Una de ellas, la dimensión cultural, le ha aportado al paisaje un sentido patrimonial. El patrimonio ya no se identifica con algo singular y excepcional o con la consideración de un único criterio artístico-estético, sino que tiene una perspectiva más amplia, abierta e integral. El sentido del término patrimonio siempre es colectivo, pertenece a una comunidad, no significa propiedad individual o particular. Es un concepto que abarca nuevas y múltiples dimensiones de carácter ético, científico, social, geográfico, pedagógico, antropológico...

Hay paisajes que son patrimonio aunque no sean patrimonio todos los paisajes. Este artículo pretende reflexionar sobre uno de los significados del término paisaje como un conjunto de valores reconocidos por la comunidad que es necesario investigar, documentar, gestionar y acrecentar para utilizarlo como referente en el desarrollo de la propia sociedad, tanto en el presente como en el futuro. Indagará, en definitiva, sobre el sentido del paisaje como patrimonio.

Todo el mundo sabe lo que es un paisaje...” decía Francisco Giner de los Ríos, por lo ambiguo y complejo de un término que expresa un concepto con múltiples significados, tantos como personas. “...Pero algunos quisiéramos saber, en primer lugar, de qué se trata verdaderamente. Ante un determinado cuadro o página, nos preguntamos: ¿hasta qué punto es esto un paisaje? Pregunta que carecería de sentido si no creyésemos poseer una idea previa, un concepto-límite...” mantiene Claudio Guillén cuando reflexiona sobre este término polisémico, de vaguedades movedizas y carácter indeciso. Por ello, es necesario conocer la naturaleza del paisaje, su estratificación de significados, que significa hoy la palabra paisaje, sin dar por supuesto o conocido ese concepto.

El paisaje nació como genero pictórico, fue una creación de la pintura. Son los panoramas pintados como “fondos” de los cuadros los que originan, tras una larga decantación, la acepción más antigua del término paisaje. Desde época romana existen pinturas dedicadas a representar escenas con elementos naturales o artificiales que sirven de encuadre o contextualización a las mismas. Por ejemplo, El Saltador de Paestum, datado en el año 480 a. C., constituye una de las mejores representaciones de la relación Naturaleza-Hombre-Arquitectura de la civilización occidental. En el famoso fresco se establece una maravillosa síntesis de la relación Naturaleza (la mar, los árboles), arquitectura (el trampolín-edificio), hombre.

La pintura de El Saltador condensa, en una sola imagen, la equilibrada convivencia entre partes. El hombre es captado en un instante con un aura de ligereza absoluta. La Naturaleza, compuesta por el mar y dos árboles dispuestos en diferentes planos, invade la escena por completo, abrazando al hombre y al artificio creado por él. El mar es un ligero cúmulo de agua cuya profundidad se pierde más allá del límite del cuadro. En contraste, la pesadez de los sillares sobrepuestos arraiga fuertemente a la arquitectura al terreno. El salto del hombre detiene el tiempo en un segundo. Los elementos que componen el cuadro dispuestos en un único plano asumen un sentido atemporal que es el verdadero valor de la imagen como representación de la realidad.

El Saltador, dat. 480 a.C., Museo Arqueológico Nacional, Paestum
Esta representación podría ser considerada como la primera pintura de paisaje de la cultura occidental. Sin embargo, el concepto de paisaje no está presente en todas las culturas y, cuando ha existido, no ha sido siempre el mismo. El geógrafo francés Augustin Berque establece cuatro condiciones para que en una cultura se admita la existencia de este concepto: la presencia de representaciones pictóricas, de una literatura que describa lugares naturales o artificiales, de espacios ajardinados destinados al placer y, por último, la existencia de un término lingüístico que nomine el concepto paisaje. Aplicando estas premisas se deduce que la escena de El Saltador de Paestum no puede ser considerada como un paisaje, porque en la cultura romana hubo numerosos ejemplos de representaciones pictóricas, de descripciones literarias y de jardines de recreo, pero en latín nunca existió el término paisaje. Habrá que esperar hasta el siglo dieciséis para que aparezca en la cultura occidental tal concepto.

A principios del siglo catorce tuvo lugar lo que puede considerarse como el inicio de una nueva manera de mirar y describir el mundo. Casi todos los historiadores están de acuerdo en que ese momento se produce cuando el hombre descubre, por vez primera, el placer estético que es posible extraer de la mirada a un panorama determinado. 

Ese instante sucede cuando Francesco Petrarca sube al Mont Ventoux. En una carta fechada el 26 de abril de 1336, el poeta italiano relata que ha hecho una extravagancia: subir a lo alto del monte vecino acompañado por su hermano y unos criados. Tras múltiples dificultades, cuando coronan el pico más elevado, escribe que sufre una conmoción quedándose extasiado ante el panorama que divisa. Aparece una desconocida emoción estética ante una visión inesperada, por vez primera alguien piensa que el mundo tiene una belleza en función de sí mismo, no por su utilidad. En pleno éxtasis estético, Petrarca abre al azar un ejemplar de las Confesiones de San Agustín, que siempre llevaba consigo, y lee: “Veo que los hombres viajan para contemplar, admirados, las cumbres de los montes, el oleaje embravecido del mar, la ancha corriente de los ríos, la inmensidad del océano y el giro de los astros y se olvidan de sí mismos”. Tras esa lectura, el poeta baja en silencio, convencido que la belleza exterior, la sorpresa que le había producido el panorama desde el Mont Ventoux, no tiene ningún sentido si no logra mirar hacia su interior.

El autor describe una relación estética con la Naturaleza que, según él, no era nada sin luz interior. Esta circunstancia pseudo-religiosa será una de las claves que explica, según Augustin Berque, el retraso de la aparición del paisaje como género pictórico en Occidente.

El milagro del sediento. Giotto, 1290 
A partir del Renacimiento, los “lexos” que representan aspectos naturales van a ir ocupando espacios cada vez más importantes en los cuadros, incorporando paulatinamente el contexto, reconstruyendo la relación entre las partes y definiendo, poco a poco, valores densos de intencionalidad. Cuanto aparezca definitivamente el paisaje, éste será la interpretación emotiva o con sentimiento de aquel conjunto de elementos naturales.

Con el descubrimiento de América se deposita un estrato más, que contribuirá a decantar el concepto de paisaje. El hombre comienza a viajar, a salir del pueblo natal, a librarse de las imposiciones del mundo heredado, intuye que su “pago” ancestral se puede transformar en “país”. Esta nueva percepción se consolida por los contrastes geográficos que, únicamente, podía conocer y captar aquél cuya experiencia se enriqueciera con la visión de tierras diferentes. Esos contrastes permitieron al hombre tomar conciencia de su propia identidad. A partir de aquel momento, el término “país” se comenzó a utilizar para aludir las características físicas, antropológicas, políticas, que identificaban un territorio. El término se extiende justo en el momento que los “países” se organizan en entidades nacionales, con un ámbito territorial definido y una personalidad política, que desborda las dimensiones de los antiguos feudos y anuncia los futuros Estados.

La llegada a América desarrolla enormemente la geografía y su representación científica a través de la cartografía. La apropiación de las nuevas tierras descubiertas por los colonizadores europeos se realiza a través de esa técnica. Geografía y cartografía se convierten en instrumentos inseparables para la conquista de “nuevos mundos” y para la construcción de una imagen que los acabaría convirtiendo en territorios. Sin embargo, la abstracción de la cartografía impide entender los planos sin una preparación específica, por lo que, paralelamente a su desarrollo y con el objetivo de conocer con detalle las tierras descubiertas, se produce una gran demanda de dibujos y vistas realistas de ciudades, fuertes, puertos, etc. 

Siguiendo la estela de Berque, y partiendo de la premisa que no existe un concepto hasta que no aparece el término concreto que lo nombra, el profesor Javier Maderuelo mantiene en su tesis doctoral que, en la cultura occidental, no se puede hablar propiamente de paisaje hasta el año 1603, cuando el flamenco Hendrick Goltzius dibuja una vista de las dunas de las afueras de la ciudad holandesa de Haarlem. Tras un minucioso recorrido por la historia del arte, el crítico demuestra porqué ese dibujo puede ser considerado como el primer paisaje occidental. Se debe a que es un dibujo completamente autónomo; no es “fondo” de un cuadro que narra una temática o escena mitológica, religiosa o costumbrista determinada –el tema es la descripción de las propias dunas–, tampoco es la representación o “vista” topográfica o cartográfica de una ciudad, ya que Haarlem no aparece en el dibujo; y sobre todo lo justifica porque en un tratado holandés de pintura contemporáneo aparece un nuevo significado de la palabra “landtschap” aplicada ahora a la pintura. En dicho texto, Carel van Mander autor del tratado, nombra a un pintor como “hacedor de paisajes”. Por vez primera, según Maderuelo, se denomina con un término algo que los pintores habían iniciado a mirar y pintar desde el Renacimiento.

Paisaje de dunas cerca de Haarlem. Hendrick Goltzius, 1603
Con los mismos razonamientos que utiliza Maderuelo para demostrar su hipótesis, y sin cuestionar -en este breve artículo- la premisa lingüística que condiciona la aparición del concepto paisaje, se podría llegar, como se verá a continuación, a una conclusión completamente diferente: el primer paisaje de la historia del arte fue realizado por otro holandés, pero cuarenta años antes que Goltzius y en otro lugar.

Felipe II, con el objetivo de facilitar la gestión y administración de los territorios bajo su jurisdicción, llama en 1562 al dibujante holandés Anton van den Wyngaerde para que realice una serie de descripciones visuales y gráficas de las villas españolas más importantes. El autor flamenco realiza setenta y dos vistas de ciudades, con un realismo, exactitud y precisión técnica dignos de mención. De todas ellas destaca la vista conjunta de Úbeda y Baeza, realizada en 1567. La ubicación, extraordinariamente próxima, de estas dos ciudades en el territorio es excepcional. Su estructura bicéfala y el espacio que las separa configuran un lugar particular. No existe una situación parecida de dos ciudades medias equivalentes, tan cercanas y que hayan mantenido igual peso a lo largo de la historia sin ensombrecerse una a la otra.

Wyngaerde se retira a unas lomas cercanas para dibujar la vista, como hacía con todas las ciudades, pero en el dibujo de estas ciudades giennenses no representa con detalle ninguno de los núcleos habitados, sino el espacio que hay entre ellos, su orografía, sus cerros, el valle de Guadalquivir y, al fondo, Sierra Mágina con sus pueblos. Es un dibujo que representa un lugar natural antropizado por el ser humano, igual que las dunas de Haarlem. Por otro lado, es un documento y, por tanto, carece de la intención compositiva de una pintura, no pretende producir ningún sentimiento, pero no es una cartografía. Tampoco es un dibujo que narra una escena, una historia, una idea, ni es algo inventado o imaginado sino que representa algo real. Describe visualmente un panorama natural trabajado durante siglos por el hombre. Es un dibujo de concepción muy similar al realizado por Goeltzius en la ciudad flamenca.


Vista de Úbeda y Baeza. Anton van der Wyngaerde, 1567
Pero para admitir que la vista de Úbeda y Baeza pueda ser considerada uno de los primeros paisajes, desde los presupuestos expuestos más arriba, y dando por descontado que desde época romana se daban las tres primeras condiciones establecidas por Berque, queda por determinar si existía algún término denominado paisaje, aunque no fuera de uso común. En castellano, la palabra es un galicismo que proviene de la palabra paysage, pero no aparece en el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española hasta 1737. En él se define la voz país como: “…la pintura en la que están pintados villas, lugares, fortalezas, casas de campo y campañas”, y al vocablo paisage lo considera como “un pedazo de país en la pintura”. Las dos palabras país y paisage son utilizadas como sinónimos durante casi un siglo, como demuestra una carta de Goya a la condesa de Peñafiel donde le pasa una factura por obras con mucha “historia” con su “país correspondiente”.

Sin embargo, Calvo Serraller mantiene que la palabra se comienza a utilizar en castellano, por vez primera, en la introducción del libro Comentarios de la pintura del tratadista Felipe de Guevara, publicado hacia 1560, cuando habla de la relación entre agricultura y pintura por medio de la “pintura de yerbas”. Más tarde, a comienzos del XVII, fray José de Sigüenza también nombra el término cuando comenta los cuadros existentes en El Escorial de Joachim Patinir, diciendo que era un autor que invertía la importancia de las figuras de la escena respecto a la representación de los elementos de la Naturaleza o de su entorno, y también cuando menciona los “labrados de menudencias” de El Bosco. 

Por tanto, partiendo de los cuatro requisitos de Berque, –descripciones literarias, representaciones pictóricas, jardines para el ocio y el recreo, la existencia del término que describa el concepto– es posible sostener que, en la sociedad española de finales del siglo XVI, se daban las condiciones para considerar la existencia del concepto paisaje. Esta posición permite reivindicar la vista de Úbeda y Baeza, realizada por Wyngaerde en 1567, como uno de los primeros paisajes de la historia del arte.

En el siglo de las luces, el hombre se descubre a sí mismo, toma conciencia de su poder y libertad, no admite ningún modelo previo o vinculante, ni tolera ninguna perfección anterior. El hombre se constituye en sujeto moderno revindicando su autonomía, su prioridad, su libertad, su poder creativo y transformador. El mundo, la realidad, será incompleta, susceptible de mejorar y el hombre su nuevo agente dominador, artífice y fuente de toda normatividad. 

A partir de ese momento la Madre-Tierra, que hasta entonces había proporcionado generosos recursos, se transforma en algo hostil que hay que controlar, contra lo que hay que luchar. La Naturaleza entra en decadencia. Pasa de madre a madrastra impuesta. Se convierte en algo que debe ser dominado y acaba siendo reducido a pura imagen sensorial mostrada por la pintura, la literatura, la poesía o la música. Con el Romanticismo todas las artes comienzan a expresar conscientemente el valor de esa contemplación. A partir de ese momento el paisaje, que nació en el lejano siglo XVI, se emancipa.

El paisaje alcanza su mayoría de edad y se acaba decantando como un concepto que es percibido y vivido por el hombre contemporáneo como una dualidad entre imagen y realidad. Es la mirada humana la que convierte un determinado espacio en paisaje, consiguiendo que, por medio del arte u otros medios, una porción de tierra adquiera calidad con signo de cultura. Toma, por tanto, un primer valor estético-visual; el paisaje se entiende como fragmento de la realidad natural o artificial que los mecanismos selectivos de la percepción visual han fragmentado, a través de la representación figurativa en un dibujo, una pintura, una fotografía; en definitiva como representación y proyección de la realidad como imagen. Pero la realidad es el producto de una actividad estructurante del sujeto, por lo que el paisaje también toma un segundo valor, científico-descriptivo, por el cual, el paisaje se entiende como el momento de un vasto e ininterrumpido proceso constitutivo, formativo y organizativo de la propia realidad. 

En palabras de Francisco Ayala, el paisaje significa y representa una realidad que es, a su vez, una invención del hombre. Por un lado, significa a un objeto por medio de su imagen otorgando sentido al modelo mediante un conjunto de signos y, por otro, busca la presentación o representación de ese modelo.

Sobre esos valores del paisaje la memoria produce intensas interferencias. Tanto la memoria personal como la memoria colectiva. La primera hace referencia a las experiencias propias y al valor sensorial-biológico de la percepción del individuo, a través de sus cinco sentidos. Una memoria que genera tantos paisajes como personas. La segunda, en cambio, es la memoria que cada colectividad ha desarrollado sobre su sentido del paisaje. 

Esta memoria colectiva es la que justifica que uno de los sentidos del término paisaje pueda ser considerado también como patrimonio. Una memoria que es transmitida de manera cultural al sujeto que percibe y que es la que establece la relación simbólica que une al hombre con el medio natural que lo rodea. Un paisaje exótico –como la selva amazónica o una playa tropical- tiene un valor para un occidental y otro completamente diferente para el habitante que vive en aquellos lugares. La sensación que produce el desierto depende de que forme parte o no del bagaje cultural del que lo está viviendo. Para un europeo el desierto puede ser silencio, posible generador de miedo e inquietud por la ausencia de signos humanos, pero para el nómada, que lo recorre y vive cotidianamente, el desierto es una estructura territorial llena de signos, que tiene unas reglas precisas que definen su relación con la Naturaleza. Para el habitante de esa zona de la tierra, el desierto es una estructura territorial de lugares donde encontrar agua y descanso, donde montar las tiendas para transcurrir la noche, donde abrevar a los animales.


Vista de Jaén. Anton van der Wyngaerde, 1567
Simon Schama dice: “Estamos habituados a pensar Naturaleza y percepción humana como pertenecientes a dos reinos distintos que en realidad son inseparables. Antes que ser reposo de los sentidos, el paisaje es obra de la mente. Un panorama está formado de estratificaciones de la memoria o por lo menos de sedimentaciones de rocas”. El historiador británico indaga, en su libro Landscape and Memory, de manera perspicaz el sentido profundo que tiene el paisaje a través de la memoria personal y colectiva. 

Si analizamos atentamente los paisajes naturales, aquellos que creemos más inalterados, se revelan siempre como producto o manufactura del hombre. Es muy difícil reconocer lo que es natural de lo que es intervención humana, separar lo social de lo natural. Es complicado citar uno sólo de los ecosistemas terrestres que no haya sido radicalmente transformado, mejor o peor, antes o después, por el ser humano. Es un proceso coetáneo a la escritura, a toda nuestra existencia como animales sociales. Desde el casquete polar a la selva ecuatoriana, todo el mundo ha sido modificado, de manera ineludible a lo largo del tiempo, por las diversas culturas que lo han poblado. Por suerte o desgracia, esa es la única Naturaleza de la que disponemos.

Representación de la ciudad en la Catedral de Jaén. La Virgen con el niño 
representa el monte Santa Catalina bajo el cual se sitúa la ciudaddragón
rodeada de murallas. La figura del dragón representa a la ciudad, cuya forma
abrazada en torno al monte semejaba, según las crónicas, la del animal mítico. 
La memoria y el imaginario colectivo lo acabaron transformando en la leyenda
del famoso Lagarto de la Magdalena
Los ambientalistas muestran su espíritu cuando lamentan la utilización de la Naturaleza por la cultura humana. No niegan que el paisaje sea un lugar sobre el que sucesivas generaciones han escrito sus obsesiones recurrentes pero, evidentemente, no se alegran. Porque su objetivo es restaurar la distinción entre landscape y manscape; distinguir claramente entre paisaje y artificio, intentando rescribir la historia de la Tierra y las especies que contiene. Una de las consecuencias, poco o nada asumida, de esta radical posición, ha sido la proliferación generalizada de incendios forestales o la abrasión-erosión de grandes extensiones de terreno. Superficies consideradas ahora como Naturaleza-virgen, y por tanto intocables. Cuando eran Madre-Naturaleza, esas mismas superficies estaban cuidadosa y minuciosamente mantenidas por el propio hombre, en una simbiosis que ha durado siglos. 

La historiografía ambientalista cuenta siempre la misma historia de territorios conquistados, aprovechados, agotados, esquilmados. De culturas tradicionales, que vivían en una relación de sacra reverencia con la Tierra, destruidas por el desconsiderado individualismo agresor del hombre blanco. Todas sus obras coinciden en el mismo tono de amargura pero difieren en el momento en el que lo natural perdió su estado de gracia. 

Para algunos, la caída comenzó en el Renacimiento y las posteriores revoluciones científicas de los siglos XVI y XVII, condenando a la Tierra a ser tratada con la medida de la máquina. Para otros, lo que marcó el destino de la Tierra fue la invención del arado. La cuchilla de la infernal herramienta “atacó al suelo” convirtiendo la agricultura intensiva en el enemigo número uno de la Naturaleza. 

A la agricultura se le atribuye la responsabilidad de casi todos los males modernos; ha violado a la Tierra con el engaño de nutrir poblaciones. Sus requerimientos han provocado posteriores innovaciones tecnológicas que, a su vez, han llevado al agotamiento de los recursos naturales, acelerando el abuso cada vez más intenso y frenético que señala toda la historia de Occidente.

La tesis, común en la historiografía ambientalista, de perdidas de los mitos por la cultura occidental, no es del todo cierta. Esos mitos no han desaparecido del todo. Si la tradición de paisaje es el producto de una cultura, significa que esa tradición está construida justo a partir de un rico depósito de mitos, memorias y obsesiones. Los cultos señalados como ejemplo en las culturas primitivas –culto del bosque, del río de la vida, de la montaña sagrada- están todavía vivos y presentes a nuestro alrededor; se encuentran sólo si sabemos como buscarlos. Simon Schama es capaz de descubrir y sacar a la luz algunos de esos mitos y memorias que todavía corren por las venas que hay debajo de la piel del paisaje. Descubrir un paisaje bajo el revestimiento superficial de lo contemporáneo significa tocar con la mano la supervivencia de los mitos de base de nuestra cultura.


La caída de Ícaro. Pieter Brueghel, 1558
Si se asume que el impacto del hombre sobre la costra terrestre no ha sido siempre una bendición, tampoco hay porque ver en la larga relación entre Hombre y Naturaleza una absoluta e inevitable calamidad. Como mínimo, parecería justo reconocer que es la propia percepción humana la que crea esa diferencia entre materia bruta y paisaje. Cuando un artista intenta captar algún paisaje, en la fracción de segundo en la que tiene lugar el encuadre, los viejos fantasmas de su cultura reaparecen de sus escondites, llevándose detrás la memoria de generaciones.

Reconocer en el paisaje la ambigua presencia y herencia de los mitos de la Naturaleza, significa admitir que los paisajes no son siempre lugares de delicia, el panorama como relajante, la topografía dispuesta para el placer del ojo. Porque los ojos, raramente están libres de las influencias de la memoria. Y las memorias no son siempre de campestres meriendas sobre el verde de los campos. El paisaje no ha sido nunca sinónimo de Arcadia. 

En el curso de los siglos se han ido formando determinados hábitos culturales, consecuencia de una confrontación directa con la Naturaleza que no ha sido precisamente de gozo y disfrute. Sólo hay que pensar en los Países Bajos y en la lucha constante de sus habitantes por conquistar terreno al mar. No es casual que en aquella tierra naciera, del orgullo y valoración del trabajo bien hecho, el amor y deseo de paisaje que motivó a los primeros dibujantes de paisajes. Considerar el paisaje como patrimonio es una invitación a la acción, más que una receta de conservación o preservación estática de matriz ecológica o geográfica. 

Las diferentes culturas no abrazan los mitos de la Naturaleza con igual ardor y aquellas que lo hacen atraviesan períodos de mayor o menor entusiasmo. El significado que asumen los mitos del bosque antiguo en una determinada tradición centroeuropea es diferente de otra. En Alemania, por ejemplo, el bosque primordial era el sitio de autoafirmación tribal frente a la confrontación con el imperio romano de la piedra y la ley. En Inglaterra el bosque era el lugar donde el soberano mostraba su poder a través de jornadas de caza, pero también donde reparaba las faltas cometidas por sus súbditos, de ahí viene la leyenda de Robin Hood. Los bosques en Francia e Inglaterra eran el símbolo de su poder e identidad como nación, porque de ellos se extraía la materia prima para sus navíos y, por tanto, había una cuidadosa planificación y mantenimiento de los mismos.

Xilografía de Thomas Bewick, en Robin Hood: A Collection of All
the Ancients Poems, Song and Ballads, Joseph Ritson, 1795.
Las memorias y los mitos del paisaje heredados del pasado tienen dos elementos en común, la sorprendente resistencia a lo largo del tiempo y la capacidad de dar forma a instituciones con las que nos encontramos conviviendo todavía hoy. La identidad nacional perdería mucho de su feroz encanto sin la mística de una específica tradición del paisaje, descrito, reelaborado y enriquecido como patria. El paisaje puede ser –y de hecho lo es– intencionadamente diseñado y mostrado para expresar las virtudes de una determinada comunidad política y social.

Sin embargo, el topos moderno parece que no admite mitológicos retornos a la Tierra, a la Naturaleza, al Lugar, porque la discontinuidad que ha provocado la modernidad ilustrada ha sido radical y además ha atribuido toda la responsabilidad de esa ruptura al propio proyecto humano que, transformando incesantemente, funda nuevos lugares, sitios, ambientes y geografías, que permanecerían intangibles sin la actuación del hombre. Pero si el mundo occidental fuera sólo una carrera hacia un universo gobernado por las leyes de la mecánica, libre de las implicaciones del mito, de la metáfora, de la alegoría; un universo donde sólo la medida es arbitrio absoluto de valores, donde nuestro ingenio es nuestra ruina; estaríamos dentro de un peligroso mecanismo de autodestrucción. Los numerosos y graves males del medio ambiente no significan, necesariamente, la renuncia a la herencia cultural humana y lo que de ella deriva.

Un paisaje hoy es cultura antes que visión de lo natural. Está construido por la imaginación del hombre proyectada sobre los bosques, aguas, piedras o ciudades. Es necesario reconocer que cuando nos colocamos en un lugar aparece una cierta idea de paisaje, un mito, una visión que confunde las categorías, que hace todas las metáforas más reales, más palpables. Es imprescindible entender esa manera de mirar, de redescubrir lo que ya poseemos, aquello que elude nuestra mirada y nuestra compresión. Más que la enésima explicación nostálgica de lo que se ha perdido, la mirada patrimonial al paisaje debe ser una búsqueda de lo que todavía se puede encontrar, de revelar la riqueza, antigüedad y complejidad de la tradición de paisaje con una visión moderna y actual. Más que dar por descontado el carácter de mutua exclusión entre cultura y paisaje, el propósito sería subrayar la fuerza de los vínculos que los unen. Esa sería la tarea encomendada al patrimonio.

Tu Bretaña. Lucha por ella ahora”. Cartel de propaganda inglés de la
Segunda Guerra Mundial. Frank Newbould, 1942
El paisaje es un organismo complejo y delicado, no se reduce al espacio disponible para cualquier intervención, sino que es una plural sedimentación de temporalidad e intencionalidad, simbólica y funcional, de diversas escalas y orientaciones que se sobreponen o debilitan en una vital integración y configuración espacial. No se da paisaje sin transmisión de saberes, modos y estilos específicos de vivir en relación al territorio. Tampoco existe paisaje sin tradición, ni innovación. Tradición entendida como un proceso dinámico de selección, valoración y adaptación del patrimonio que define y diferencia a una cultura de otras.

Para entender un paisaje es necesario considerar las formas de habitar propias de un lugar, es decir, aquellas que han destilado una sabiduría estética decantada por el paso del tiempo y una perspicacia en el uso y mantenimiento de los recursos naturales, simbólicos e inmateriales. Por esta razón, la arquitectura popular no sólo es patrimonio sino que es, también y sobre todo, paisaje. Es la implantación a lo largo del tiempo de una comunidad con sus símbolos, tradiciones, ritmos temporales, modalidades del habitar y cultivar, sus ansias de cuidar y embellecer, de transmitir… La belleza de un paisaje es consecuencia no tanto de la expresión de determinados valores estéticos sino expresión de una serie de valores éticos y morales en los que se refleja la propia sociedad.

Más allá del gozo de la mirada está la realidad, sedimentada de creación y transformación cultural. Una realidad excesivamente compleja compuesta por seres humanos, cada uno con su paisaje. Parafraseando, una vez más, a Unamuno, un paisaje es a la vez alma, psique, ánima, a un “paisaje le llena y da sentido y sentimiento humanos un paisanaje”. País, paisaje, paisanaje. Apropiarse del paisaje únicamente desde registros estéticos, ecológicos o geográficos, es una reducción que traiciona su complejo y estratificado sentido. 

El paisaje carece del estatismo y fijeza de la Naturaleza premoderna, es necesario admitir y reconocer su incesante y constante transformación. Frank Lloyd Wright afirmaba: “La mutación es la única característica inmutable del paisaje”. El paisaje, como el patrimonio, siempre está cambiando. Su aceptación como conjunto de valores por una comunidad dependerá del marco histórico, social y cultural en el que se considere. Si el paisaje es creación de una cultura, del conjunto de un pueblo, su continuidad, gestión e incremento tiene que ser la consecuencia lógica de una comunidad que es capaz de sostenerse a sí misma. Desde esa perspectiva, tradición e innovación, patrimonio y paisaje son perfectamente compatibles. La continuidad de una cultura y, por tanto, el modo de producir, administrar y transmitir su herencia –paisaje o patrimonio- se realiza a través de los innumerables actos de transformación y adaptación que la sociedad produce. Es la dinámica normal por la que una cultura se va perpetuando, porque la tradición no es más que una innovación conseguida. 

La profunda significación que ha tomado el concepto paisaje hace que éste se constituya en ejemplar y ejemplo, a la vez, para aquella sociedad que lo considera como un valor. En el propio ejemplo del paisaje, se despliega toda la compresión y toda la verdad con mayor plenitud que en la enunciación lingüística y abstracta de cualquier regla o teoría. Si la regla que ilustra el ejemplo es práctica y no teórica, o técnica, el ejemplo demuestra en primer lugar que cierto hecho es hacedero y materialmente posible. Los ejemplos morales son hechos del pasado que, como ya han acontecido, tienen en sí mismos la prueba de su realidad.

La condición humana. Rene Magritte, 1933. “Así es como vemos el mundo”, declaró Magritte en una
conferencia en 1938, para explicar esta pintura, en la que un cuadro ha sido sobrepuesto a la escena
que describe, sin que entre ambos haya distinción o solución de continuidad: “lo vemos como si
estuviera fuera de nosotros incluso si es una simple representación mental de lo que experimentamos
en el interior”. Lo que está más allá de los vidrios de nuestra percepción mental, dice Magritte,
requiere un dibujo antes de que podamos discernir correctamente la forma. Son la cultura, la
convención y el acto cognoscitivo los que forman el dibujo, los que aportan a la retina una impresión
de las cualidades que percibimos como belleza.

El paisaje es un depósito de mitos, fruto de la memoria colectiva, cambiante y mutable, con una gran capacidad de permanencia a lo largo del tiempo y de dar forma a nuestras instituciones actuales. En el paisaje se encuentran multitud de buenos y malos ejemplos. Sólo hay que recordar los bosques de Sherwood, el incontaminado edén de Yosemite o el río Orinoco y el Dorado, entre otros. El paisaje es un ejemplo concreto pero con una pretensión de validez para más de una ocasión, por eso puede ser a la vez concreto y universal. El paisaje se presenta a la sociedad como un concepto lleno de autoridad y prestigio. Tiene autoridad moral porque es ejemplo de lo que predica, y tiene prestigio, no por poseer una única o particular virtud, sino por poseer un conjunto de valores, perfectos e imperfectos que provocan el deseo incoativo y racional de aprehenderlos por parte de los sujetos que lo perciben o viven.

En la actualidad, el paisaje es un elemento donde se pueden reconocer los límites entre el mundo físico y fenomenológico que la visión ilustrada había separado. El paisaje representa una metáfora capaz de simbolizar la superación de la diferencia entre forma y contenido, un lugar o límite en el que se sobreponen imagen y realidad. El paisaje supera la vieja distinción entre objeto y sujeto y representa una armonía generalizable de valores estéticos, económicos, afectivos, emocionales, culturales…

Ésa es la belleza del paisaje.



Sevilla, Agosto 2007


Enlace a texto original:

La memoria del paisaje
REVISTA ALDABA, Martos (Jaén) 2007