A inicios del siglo XV los florentinos tenían un problema. Habían construido una enorme iglesia con un presbiterio de planta central dilatado por tres grandes ábsides y no sabían cómo cubrirlo. El cuerpo central tenía un diámetro exterior de 55 metros y la cúpula se debía alzar 110 metros sobre el suelo. Hasta ese momento la Opera del Duomo había sido un producto comunitario fruto de la participación de toda la ciudad, sin embargo, ante el problema técnico al que se enfrentaban y el periodo de dificultades económicas que estaban atravesando, decidieron convocar un concurso con el objetivo de recoger ideas y propuestas.
La prueba fue ganada por Brunelleschi que diseñó una bella cúpula “magnifica e inflada”, ejecutada con un ingenioso método constructivo autoportante que no necesitó costosos andamios. Brunelleschi en su propuesta para la cúpula de Santa María del Fiore fue capaz de incorporar los deseos de una sociedad y materializar la identidad que estaban buscando los florentinos. Consiguió que la cubrición fuera un hecho colectivo. Con él surge la figura del arquitecto como alguien capaz de identificar e interpretar el espacio que flota en su época y, además, construirlo.
Han pasado seiscientos años y la ciudad gremial ha sido sustituida por la ciudad mercantil, resultado de la sociedad a la que pertenece y fruto de una civilización convertida en una gran máquina productiva donde la figura del ciudadano libre, aquél con capacidad de pensar, de elegir, de decidir, está fuertemente obstaculizada por la del productor, el consumidor, el competidor. Un individuo-masa convertido en espectador constante de los tipos de interés, del IPC y de la prima de riesgo pero incapaz de recomponer su ámbito de relación cultural y social. Pertenecemos a un sistema que ha convertido los valores humanos, espirituales, artísticos, técnicos, en rígidas normas de mercado.
Esta reflexión puede servirnos para analizar las motivaciones del anteproyecto de Ley de Servicios Profesionales (LSP) del Ministerio de Economía en el que, en aras a conseguir una supuesta mayor competitividad, se suprime la reserva de actividad de los arquitectos regulada por la Ley de Ordenación de la Edificación. La consecuencia es que podrán proyectar y dirigir obras de edificios residenciales, culturales, docentes o religiosos, además de los arquitectos, otros profesionales con competencias en edificación. Con competencias pero sin formación específica. Frente a la calidad y garantía se contrapone cantidad. El valor frente al precio. Se confunde Arquitectura con construcción. Se simplifica lo arquitectónico a la resolución de una necesidad material y tangible obviando lo intangible y lo subjetivo, artístico o simbólico. El nuevo decreto atrapará aún más al arquitecto entre el mercado y la Arquitectura, entre las demandas mercantiles y la aspiración a proponer un ideal arquitectónico coherente. Es importante analizar el contenido de este anteproyecto desde la prudencia pero también desde la contundencia, sobre todo porque nos debería servir para reivindicar la importancia de la Arquitectura y el valor añadido que aportamos los arquitectos a la sociedad.
La expresión arquitectónica en cualquier circunstancia siempre está en sintonía con la estructura social que la produce. En una situación como la actual de profunda crisis, no sólo económica sino social y de valores, la Arquitectura es más necesaria que nunca. La Arquitectura no puede ser entendida como un producto más del mercado sino como una disciplina que busca crear, a partir de un programa dado y con los recursos que el medio pone a su alcance, las mejores condiciones para los seres humanos, incorporando conceptos de lo que significa caminar, sentarse o tumbarse cómodamente, disfrutar del sol, la sombra, el agua contra el cuerpo, la tierra y tantas otras sensaciones. El bienestar debe ser la base de la arquitectura, como sostiene Utzon, autor de la ópera de Sidney. Resulta simple y muy razonable.
El trabajo del arquitecto, al diseñar espacios que se adecuan a las exigencias, necesidades y sueños de las personas, supone un inmenso caudal de creatividad y, por tanto, de progreso y transformación. Un capital que una sociedad desarrollada no puede desperdiciar y menos prescindir. Utilizar nuestro conocimiento al servicio de la calidad de vida de los hombres y mujeres es nuestra preocupación como arquitectos y para ello somos capaces de integrar tecnología, construcción, paisaje, memoria, identidad…, integración que aporta valor añadido a nuestro trabajo, a nuestros proyectos y obras.
La cubrición de Santa María del Fiore fue universalmente celebrada, Brunelleschi había sido capaz de resolver y construir la identidad que los ciudadanos de Florencia buscaban. Sin embargo, la sociedad florentina seguía sin confiar en él y, para la construcción de la linterna que remata la cúpula, convocaron un nuevo concurso. Brunelleschi se vio obligado a competir con su propio maquetista Ciaccheri, con Ghiberti y otros artistas. A pesar de todo, volvió a ganar el concurso.
Málaga, 11 de mayo de 2013
Publicado en Málaga Hoy