Salutogénesis o los edificios y ciudades como activos para la salud
En la entrega anterior vimos cómo los últimos CIAM, celebrados a finales de los años cincuenta, supusieron un cambio de paradigma en la forma de entender la relación entre los edificios y el ser humano. En oposición al hombre-masa del Movimiento Moderno, usuario de máquinas para vivir, se comenzó a considerar que era necesario valorar la identidad, la diversidad y la multiplicidad, poniendo a la persona en el centro del pensamiento. Con esa nueva visión, la manera de percibir y concebir los espacios, edificios y entornos, fue cambiando lenta y paulatinamente, como veremos a continuación.
Con el objetivo de entender la legibilidad del espacio urbano y conocer mejor lo que una persona percibe cuando recorre una ciudad, el ingeniero y urbanista Kevin Lynch desarrolló en 1960 el concepto de mapa cognitivo; un constructo hipotético realizado a partir de la conducta y los relatos introspectivos del ser humano. Para mejorar la comprensión del espacio público, Lynch realizó, por vez primera, esquemas ambientales y sistemas de información obtenidos a través de la experiencia de su recorrido. Sus investigaciones y aportaciones fueron un punto de partida para comenzar a entender y desentrañar cómo un entorno físico puede tener consecuencias emocionales, positivas o negativas, en las personas.
Paralelamente a esas reflexiones urbanas, Jonas Salk descubridor de la vacuna contra la polio, desde una posición o percepción más poética, estética o fenomenológica, advirtió la enorme importancia que tenía un diseño adecuado del espacio para el proceso creativo y para que fluyeran las ideas, la inspiración y el conocimiento. Con ese convencimiento, encargó a Louis Kahn en 1959, el proyecto del edificio para el Salk Institute for Biological Studies. El arquitecto realizó en La Jolla (California) uno de los principales referentes de la arquitectura contemporánea, pero sobre todo, construyó el primer ejemplo de la relación entre neurociencia y arquitectura, ya que el edificio fue proyectado con el fin de fomentar las mejores condiciones de confort, intelectual y físico, a partir del funcionamiento del cerebro humano.
A finales de la década de los sesenta, el arquitecto escocés Ian L. McHarg publica su conocido libro Design with Nature (1969). En esta publicación se establecían, según el historiador norteamericano Lewis Mumford, los fundamentos para el desarrollo de una nueva y adánica civilización humana que debería reemplazar a la existente, ya que ésta se encuentra en un proceso de contaminación, degeneración y desintegración acelerado. McHarg, urbanista, arquitecto paisajista y ecólogo inspirado, estableció las bases para una planificación medioambiental con un cierto determinismo ecológico, origen de lo que, posteriormente, se denominaría con el pleonasmo de ‘arquitectura sostenible’.
Ese libro termina con un capítulo titulado ‘La ciudad: salud y enfermedad’, que no tuvo la misma trascendencia que el resto de capítulos. En él, McHarg se pregunta si la salud es sólo ausencia de enfermedad. Mantiene que la salud es síntoma de creatividad y adaptación, en cambio la enfermedad es expresión de capacidad destructora e inadaptación. Por ello, hay que localizar en qué lugares se localiza el medioambiente de la salud –física, mental y social– y en cuáles el medioambiente de la enfermedad. Si se pueden identificar las zonas de salud y enfermedad en las ciudades, se podrán asociar los agentes medioambientales que favorecen la salud y los factores de riesgo que provocan la enfermedad. De este inteligente planteamiento, propuesto hace más de cincuenta años, se deriva una acción fundamental: realizar una cartografía de los espacios de salud y enfermedad en las ciudades. Labor que no se ha hecho y que se debería haber realizado, sobre todo existiendo una red de Ciudades Saludables, auspiciada por la OMS.
El interés por entender la influencia del espacio en el ser humano y conocer los motivos por los que una persona se encuentra bien en un determinado lugar, trascendió de la arquitectura a otras disciplinas como la medicina, la enfermería, la sociología o la psicología. El médico y sociólogo Aaron Antonovsky, en su libro Health, Stress and Coping (1979), propone un nuevo campo de estudio denominado: Salutogénesis, que se focaliza en el origen de la salud y en los denominados activos para la salud. Se trata de una disciplina que se posiciona como complemento a enfoques que se centran únicamente en resolver aspectos patogénicos o insalubres de los lugares. Es decir, en vez de analizar aquellos ambientes que hacen daño a las personas, este nuevo campo disciplinar se centra en aquellos aspectos que pueden fomentar un ambiente más saludable.
Antonovsky mantiene que un entorno o espacio debe responder a tres cuestiones básicas para facilitar el bienestar de una persona. En primer lugar, tiene que tener manageability o la facultad para que el espacio facilite o gestione recursos que apoyen la resistencia del cuerpo a las enfermedades. Es decir, el entorno debe proporcionar los requisitos básicos para mantener adecuadamente la homeostasis: regulación de la temperatura corporal, la hidratación y otras cuestiones somáticas. Un ejemplo serían los patios andaluces, que en verano dan sombra y en invierno favorecen las ventilaciones cruzadas, son eficaces energéticamente y aportan recursos que ayudan al cuerpo humano y favorecen el bienestar en las diferentes estaciones.
El segundo factor es comprehensibility o la posibilidad de entender el entorno a través de los esquemas cognitivos que se poseen. Para ello es necesario que el espacio tenga coherencia y legibilidad, es decir, que permita el entendimiento de sus formas como parte de un contexto cultural, histórico o estético determinado, de manera que sea posible percibir bien su estructura y orientarse en el mismo. Volviendo al ejemplo de los patios, parece evidente que su configuración formal permite que se reconozcan como espacios fácilmente comprensibles que son parte de la identidad de un determinado territorio.
Las dos condiciones anteriores, aun siendo necesarias, no son suficientes para justificar la introducción de determinadas medidas o tipologías edificatorias en el diseño y planificación de edificios o ciudades. Porque un patio de luces también las puede cumplir… y nadie quiere vivir o pasar por él. Es decir, un patio, además de cumplir los requisitos anteriores, hace falta que sea un buen patio. Un patio que emocione, que tenga sentido y que aporte significado y valor al lugar en el que se construye.
Por ello, Antonovsky propone una tercera condición y es que el espacio debe poseer meaningfulness o que tenga un significado, un sentido reconocible por las personas que lo perciben, usan o habitan. Su importancia radica en la capacidad que tiene el sentido de las cosas, del ambiente, de las relaciones, de la vida, en definitiva, para fortalecer la voluntad de las personas para resistir a los problemas y contingencias. Esto lo convierte en el recurso más importante. Pero también en el más complejo, subjetivo y difícil de alcanzar. Dotar de significado a lo construido es donde el proyecto arquitectónico aporta su mayor valor, porque en la calidad del mismo radica la capacidad de la arquitectura para emocionar y dar sentido a los espacios.
Ese intangible es el que le permitió a Brunelleschi ganar a su propio maquetista en el concurso para la linterna del Duomo de Florencia. Porque todas las linternas sirven para introducir la luz y cualquiera puede hacerlas –como pretendió el maquetista presentándose también a la competición– pero no todas significan lo mismo. Sólo aquél que fue capaz de darle a la linterna un sentido reconocible por los florentinos, fue el que ganó el concurso.
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Post publicado en el Boletín del IUACC nº 131 del 31 marzo de 2022